Fecha de publicación: 3 de Junio de 2025 a las 23:43:00 hs
Medio: INFOBAE
Categoría: GENERAL
Descripción: Lo secuestró el Estado Islámico en Siria y le hablaron en ruso. Fue corresponsal en Moscú por más de 10 años. Investigó la trama que sostiene a Putin en un libro contundente
Contenido: “Acostarse rodeado de guerrilleros yihadistas tumbados en colchones, junto a un guardián en la puerta armado con un fusil de asalto vigilando todos y cada uno de tus movimientos, hace imposible el reposo”, escribe. El periodista Marc Marginedas. Sí, claro, es algo que uno puede imaginar pero que Marginedas vivió: en 2013 pasó seis meses secuestrado por el Estado Islámico. Había entrado de manera ilegal a Siria. Pero su destino se decidió “cuando llegaron al campamento dos fornidos combatientes, uno de los cuales había venido desde Rusia y se expresaba en el idioma de ese país con un fuerte acento del Cáucaso”.
Marginedas cuenta esto, y, más, en el libro Rusia contra el mundo. Más de dos décadas de terrorismo de Estado, secuestros, mafia y propaganda, donde denuncia mentiras, corrupción, espionaje y apoyo al terrorismo por parte de la Rusia de Vladimir Putin. Hasta sugiere que tuvieron algo que ver con el conflicto entre Hamas e Israel. En esta charla con Infobae, además, Marginedas señalará el trabajo de Rusia en América latina. Sin eufemismos, hablará de un “estado-mafia”.
Conoce el terreno: el periodista español -que trabaja en El Periódico, de Barcelona- fue corresponsal en Rusia de 1998 a 2002 y de 2015 a 2022. Dice que allí está su segunda patria.
“Tengo la impresión de que los rusos han encontrado en Argentina el lugar donde esconderse”, dice, apenas conoce la nacionalidad -argentina- de esta entrevistadora. “Pues, como la puerta de entrada para Europa. Es decir, tú al cabo de dos años tienes pasaporte argentino y te puedes mover muy fácilmente por Europa...”
-Acaba de salir un libro, de Hugo Alconada Mon, sobre el caso de unos espías rusos que estuvieron en la Argentina durante doce años pero iban a Eslovenia.. También hubo una investigación del Wall Street Journal sobre esto.
-He hablado con gente que me dice que el gobierno argentino está planteándose cerrar la posibilidad de que los rusos entren al país sin visado, pero que eso sería considerado como un casus belli por el gobierno de Rusia. Fíjate lo importante que es para Rusia que Argentina siga siendo un país libre de visado.
-Estuviste en Rusia durante la caída del comunismo y luego muchos años después. ¿Qué había cambiado?
-Yo lo comparo con la película Cabaret. Para mí era un poco eso: Cabaret al principio se sitúa en una Alemania arruinada, la de la República de Weimar. Era grave, pero había bastante esperanza, ¿no? Y sobre todo, la gente pensaba que la situación iba a cambiar, que el país había entrado en una senda de normalización política y que era cuestión de tiempo para que las reformas y los sacrificios que había tenido que sufrir esa sociedad —que había visto cómo la Unión Soviética se implantaba— dieran sus frutos.
Para mí, el regreso de Rusia en 2014 fue como un retorno a un país donde los nazis estaban en ascenso. Eso se empieza a notar en muchas cosas. Por ejemplo, recuerdo que cuando llegué en 2015 a Moscú, me chocó ver en los edificios y medianeras —donde a veces hay pinturas grandes o anuncios— un cartel que llamaba a viajar dentro de Rusia: el país estaba encerrado en sí mismo.
-¿Era más difícil entrar y salir?
-Recuerdo también que, aunque había ido de vez en cuando a Moscú entre un periodo y otro, esta vez llegaba para quedarme. Me retuvieron dos horas en el control de pasaportes por un problema con el número de mi visado. Me dije: “Este país, que era tan laxo cuando vivía aquí, ha dejado de serlo”.
Una amiga, al vernos después de mucho tiempo —aunque manteníamos contacto regular—, me dijo tras ir al teatro y salir a cenar: “El país es diferente. Si tienes problemas, tal vez los tendrás con el FSB, no con cualquiera”. El FSB, que es la antigua KGB. Me estaba advirtiendo de que la libertad con la que había trabajado en mi primera época, en 2002, se había acabado. Me vino a decir: “Esta vez, tendrás problemas con gente seria”.
También me sorprendió ver el centro de Moscú estaba limpio como una bandeja de misa. Pero era una limpieza que no respondía a un estándar de país desarrollado, sino a una intención de mostrar una cara brillante al visitante. Porque si sales de Moscú —una ciudad ordenada en torno a anillos de circunvalación—, todo cambia. Fuera de esos anillos, la ciudad es mucho más sucia, los servicios son peores, la nieve se acumula en charcos medio congelados. Pero el centro, impecable. Recuerdo, por ejemplo, que mi ayudante tiró una colilla al suelo y fue advertida de inmediato. Eso es algo que uno ve en lugares como Singapur, donde hay un control social muy fuerte.
—¿Y efectivamente tuviste problemas para trabajar esa segunda vez?
—Sí, aunque no directamente por el trabajo en El Periódico. Al fin y al cabo, es un diario de Barcelona. A ellos les importa más El País, que también es influyente en América Latina, y para ellos esa región es importante porque perciben allí un estado de opinión favorable para romper el aislamiento diplomático que sufren en Europa y en Estados Unidos —al menos hasta la era Trump— por los agravios acumulados con Washington, etcétera.
Así que El Periódico no era una prioridad, pero empecé a notar cosas. Por ejemplo, el personal que trabajaba con nosotros, informaba. La ayudante de una corresponsal española le preguntó un día a mi colega por un libro que yo había escrito sobre mi secuestro. Fue una señal de que había interés en ese tema.
También recuerdo que, nada más llegar a Moscú, un colega con el que tenía una relación cordial quiso hablar conmigo y, de pronto, la conversación se convirtió en una especie de interrogatorio sobre lo que yo había visto durante aquel secuestro. Comentarios como: “Eso es interesante, cuéntame más, ¿cómo fue?”. Me lo tomé como un aviso.
-En el libro hay un momento en el que contás del secuestro y que apreció alguien que hablaba ruso.
-El primer día de mi secuestro me quitaron el pasaporte, y al día siguiente vinieron dos yihadistas: uno hablaba árabe y el otro, ruso. Me dirigí al que hablaba ruso —yo también hablo ruso— y le dije: “Por favor, libéreme. No me importa quiénes sois. No he venido aquí a hablar de radicales ni yihadistas. He venido a hablar del sufrimiento de la población civil”.
Y él me respondió con una frase en ruso que nunca olvidaré: “Tú has venido aquí dos veces y te ha salido bien, pero ahora te vamos a matar”. No era una frase yihadista, era la frase de alguien harto de los periodistas que entrábamos ilegalmente en Siria. Y me hizo pensar. Recordé cómo Rusia había manipulado a los grupos armados en Chechenia, cómo los infiltró e impulsó ciertos repuntes violentos. Eso me llevó a considerar que Rusia estaba actuando de la misma manera. En el libro digo que ese hombre era un infiltrado.
—Claro.
—Por eso te digo que tenía muchos problemas en Rusia. ¿Qué hace Rusia cuando enfrenta un movimiento insurgente en un país aliado como la siria de Bashar al Assad? Lo infiltra. En Argentina, los servicios se infiltran entre los enemigos del Estado. En España, se infiltraban en ETA, o incluso entre los independentistas. Pero Rusia infiltra no para desactivarlos ni para obtener información, sino para radicalizarlos y así deslegitimarlos ante la opinión pública. Con el Estado Islámico vimos ese escenario claramente. Cuando apareció, dejamos de hablar de las atrocidades de Bashar al Assad y empezamos a pensar que él era el mal menor.
-En el primer capítulo, asegurás que hubo un atentado de falsa bandera destinado a instalar a Putin en el poder. Fueron casi 300 muertos por la explosión de edificios en en Moscú y en Volgodonsk, en 1999. ¿Podés estar estar tan seguro de su hipótesis?
-Hay muy pocas alternativas. Lo primero es que hubo un atentado fallido tras una serie de atentados. De repente, unos vecinos ven a unas personas colocando sacos en una casa. Llaman a la policía. La policía llega, asegura que es una bomba, evacúan el edificio, todos pasan la noche en un polideportivo y se desactiva el artefacto, supuestamente.
La gente que había colocado los explosivos es detenida por la policía local. Y, en el momento de la detención, muestran identificaciones del FSB. Entonces, claro, ¿cómo niegas eso? Nikolai Patrushev, número dos del régimen de Putin y actualmente la persona más influyente en Rusia después del propio Putin, dijo que era un ejercicio para comprobar si la ciudadanía estaba alerta. Es decir, no había forma de negar lo que había ocurrido.
Los miembros de la comisión de investigación han muerto o han sido encarcelados por revelar secretos de Estado. Demasiadas coincidencias. Y además, ya sabemos cómo funciona ese país. Los opositores en el extranjero son ejecutados. Así que no cabe la sorpresa. Pensar que un régimen como ese haya llegado al poder mediante una operación de falsa bandera no es, en absoluto, descabellado. A mí no me lo parece.
-¿Por qué se sostiene Putin? Los rusos tienen experiencia política, educación...
-Porque es un puebo automatizado. Han percibido que el régimen ha dado un giro brutal hacia el estalinismo, y tienen muy presente en su memoria colectiva lo que supuso aquella época. Se dan cuenta de que lo único que pueden hacer es callarse y esperar a que pase la tempestad. Solo un país como Rusia —como lo fue la Unión Soviética—, en el que millones murieron por la paranoia de un dictador, puede entender esta forma de pensar, esta pasividad política.
Los rusos no tienen la percepción de que puedan cambiar las cosas con sus acciones. Así que lo único que hacen es sobrellevarlo. Y quien no puede más, quien ya no lo soporta, intenta irse. Porque la vida cotidiana en Rusia, para un ciudadano corriente, está llena de trampas: corrupción, injusticias, problemas con la burocracia.
—Claro.
—Sobre todo porque hablamos de una estructura autoritaria, incluso totalitaria. Ahora bien, tengo claro que el apoyo activo a Putin no es alto. Algunos expertos lo cifran en torno al 15%. ¿Por qué? Si te fijas, cuando el líder del grupo Wagner se levantó contra el poder, pudo llegar a 300 kilómetros de Moscú sin encontrar apenas oposición. Cuando murió Navalni, hubo tres días de filas de gente desfilando ante su ataúd. Así que no se puede decir ni que Navalni fuera una figura marginal —como asegura el Kremlin—, ni que haya un apoyo masivo a Putin. No es cierto.
—¿Y el resto del mundo?
—Hoy Rusia ha sabido ganarse apoyos importantes. Ya no es una Unión Soviética ideologizada, anclada en la izquierda. Rusia es capaz de apelar a la ultraderecha en Francia o Alemania, y a la ultraizquierda en España con Podemos, o con líderes como los Kirchner —aunque no sé cómo definiría el fenómeno kirchnerista—, o con AMLO, el presidente mexicano. ¿Cómo lo consiguen? Como lo haría un espía: diciendo a cada uno lo que quiere oír. Y Putin es muy bueno en eso. Lo que ha habido, claramente, es un proceso de empoderamiento. Putin llegó al poder tras un atentado de falsa bandera que costó la vida a 300 personas. Nadie quiso señalarlo, nadie lo explicó. Si se hubiera actuado entonces, quizá el problema hoy no sería tan grave. Pero al mirar hacia otro lado, lo que hicieron fue enviarle un mensaje: “adelante, puedes continuar”.
—Eso es fuerte.
—Lo es. Se le permitió avanzar. Y lo que hicieron fue trasladar el problema a generaciones futuras. Putin es un psicópata que ha demostrado ser capaz de matar a su propio pueblo. No hay muchos líderes así. Tal vez habría que remontarse a la Alemania de Hitler, cuando los nazis incendiaron el Reichstag. Y lo que el mundo hizo fue decirle: “todo bien, sigue”. Clinton, Albright... miraron hacia otro lado. No quisieron denunciar los excesos. Pero la información estaba. Incluso en el último capítulo del libro se plantea la pregunta de quién está detrás de los atentados de Moscú. Y la cuestión se elude.
Lo que quiero decir es que ha habido un proceso de empoderamiento que ha convertido el problema en algo mucho más grave y difícil de gestionar. Un problema que viene de los años noventa y que, por omisión o complicidad, fue heredado por las generaciones actuales. Y ahora estamos pagando las consecuencias.
-No es fácil romper con Rusia. Tienen el gas...
—Sí. La habilidad de la Rusia de Putin es presentarse ante su interlocutor con la cara que este quiere ver. Es como un fantasma que se transforma, un Doctor Jekyll y Mister Hyde: hoy se muestra como un país de derechas, mañana de izquierdas, según convenga. Esa versatilidad ideológica es la que le ha permitido llegar tan lejos y mantener una red de aliados significativa, incluso siendo un Estado agresor que ha invadido a otro. Algo que no habíamos visto en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Y eso es, francamente, lo que impresiona. Tienen una economía en ruinas, pero una población resiliente. Por eso, me parece muy difícil que pueda haber un cambio político a corto plazo. Lo único que podemos hacer es prepararnos para un escenario más duro: el mantenimiento del régimen y el incremento de campañas de desinformación contra Europa, sin duda.
-Y en América latina?
-Allí, además, el mensaje ruso tiene una penetración preocupante porque la propaganda es percibida como “otro punto de vista”, diferente al dominante en Occidente. Como si quienes la impulsan solo ejercieran su libertad de expresión. Pero en realidad, muchos son espías o personas de moralidad muy dudosa. Hay un trabajo importante por hacer para que Rusia no sea vista como una alternativa legítima a Estados Unidos, sino como lo que es: una potencia que utiliza la propaganda como herramienta de agresión, no de debate.
—Sí, bueno, en América Latina a veces hay que repetir que Rusia ya no es comunista.
—Entiendo que en América Latina hay una memoria fuerte de la injerencia norteamericana, pero ese es un capítulo del pasado. Hoy la injerencia proviene de Rusia. Un ejemplo claro: el libro que vamos a publicar tendrá una edición especial en México. El capítulo sobre España será sustituido por uno centrado en México. Estuve allí en junio pasado y una imagen lo resume todo: la embajada rusa es descomunal, completamente desproporcionada en relación con el nivel de vínculos bilaterales. Y lo más ilustrativo fue ver cómo los coches de los diplomáticos estaban aparcados en el carril de las bicicletas, impidiendo el paso. Los vecinos presentaron reclamaciones para liberar la vía, pero no hubo forma. Decían que tenían un “acuerdo especial” con la embajada. Ese es su modo de operar. El nivel de asertividad que tiene Rusia en América Latina es increíble. Actúan como si una parte de la región les perteneciera.
—Y para Europa es un peligro.
—Un peligro mortal. Tener a alguien como Putin en el poder es lo peor que le ha pasado a Europa desde Hitler. Estamos hablando de un Estado que ataca a otro, que ejecuta deportaciones masivas. Me atrevería a decir que incluso peor que Stalin, porque las consecuencias hoy son más graves y más globales.
El apoyo de Rusia al régimen de Assad en 2015 sirvió para apuntalar un gobierno totalmente corrompido, que ha saqueado al país. Lo que la gente necesita empezar a entender es que Rusia representa una amenaza gravísima. En Europa lo estamos asimilando, pero ha costado mucho trabajo, mucha pedagogía desde el periodismo.
Lo que hay que hacer ahora es explicar con claridad la dimensión de la amenaza, mostrarla en toda su amplitud. Rusia es un país gobernado por monstruos. Literalmente. Y, a partir de ahí, todo lo demás se vuelve comprensible.
-¿Y ahora no tenés miedo? Vos contás en el libro varios asesinatos en el exterior
-A ver, ha habido asesinatos aquí en España de disidentes. Yo entiendo que el hecho de ser español me protege hasta cierto punto. No soy ruso. Y otra cosa que también considero es que, si me pasara algo, se hablaría aún más del secuestro y de la implicación de Rusia en la creación y consolidación del Estado Islámico.
Ya lo vimos durante la guerra de Chechenia, al comienzo del mandato de Putin. Hubo secuestros, atribuidos a extranjeros, que en realidad estaban azuzados por el FSB. Y lo que lograban era cambiar la percepción del conflicto: de pronto, los chechenos eran terroristas. Igual que más tarde los sirios. Entonces, sí, puedo decir que tengo miedo. Pero me he leído las memorias de Navalni. No me comparo con él, en absoluto, pero recuerdo una cosa que decía: que el miedo hay que eliminarlo de la ecuación. Rusia utiliza el miedo como herramienta de control. Si cedes a eso, estás empoderando al régimen.
Y lo de Putin no es solo una dictadura. Llamarlo así es quedarse en el 10 por ciento de la realidad. Es un régimen que opera con la lógica del crimen organizado. Gente que ha llegado a pactos puntuales con grupos terroristas, que instrumentaliza el terrorismo como herramienta política. Ante algo así, el miedo no tiene lugar. Porque muchas de las cosas que pasan hoy en el mundo ocurren, en parte, porque Rusia ha actuado para que así sea.
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