Fecha de publicación: 19 de Septiembre de 2025 a las 05:00:00 hs
Medio: INFOBAE
Categoría: GENERAL
Descripción: Las autoridades no estuvieron a la altura del siniestro, aunque la solidaridad de los mexicanos sí
Contenido: Los escombros fueron retirados, los edificios demolidos, la ineptitud de las autoridades maldecida, las víctimas que no fueron reconocidas por nadie olvidadas y el sentimiento de solidaridad del pueblo mexicano que afloró cuando más era necesario terminó por erosionarse. Todo cambió y, a su vez, todo parecía volver a como era antes de aquel 19 de septiembre de 1985.
Ese mes de septiembre las radios hacían cantar a la sociedad con “Déjame vivir” de Rocío Durcal y Juan Gabriel. La principal competencia del Divo de Juárez en ese momento era un Luis Miguel de 15 años, durante los primeros meses del 85 “Querida” (de mediados del 84) y “Palabra de honor” se disputaron el primer lugar hasta que Lucía Méndez entró a la conversación con “Corazón de piedra”.
En las pantallas de cine las películas internacionales que daban de qué hablar fueron “Volver al futuro”, “El regreso de los muertos vivientes”, “Mad Max” y “Goonies”. Las producciones nacionales, por su parte, estrenaron “Narco terror”, “El día de los albañiles 2″, “El rey de la vecindad” y, quizás la más destacada, “Gavilán o paloma”, película biográfica de José José protagonizada por él mismo que tuvo la casualidad de estrenarse el 19 de septiembre de 1985.
Ese parecía ser otro día más en el calendario para el Distrito Federal, una urbe poblada entonces por alrededor de 8 millones de habitantes (según el INEGI) que empezaba a preocuparse por la contaminación y el smog pero con un único objetivo por parte de las autoridades: el Mundial del 86. México se convirtió en el primer país de la historia en albergar dos copas de la FIFA, así que había que estar a la altura del reto.
El 19 de septiembre era jueves, por lo que la mayoría de las personas se dirigían a la escuela, al trabajo o a cualquier otro destino usual en la vida de la Ciudad de México. Entonces el escenario del noticiero “Hoy mismo” de Lourdes Guerrero empezó a crujir. Con una sonrisa nerviosa, la presentadora anunció “Está temblando, está temblando, un poquitito, no se asusten, vamos a quedarnos... les doy la hora... siete de la mañana dieci... ¡ah Chihuahua! Siete de la mañana, 19 minutos, 42 segundos tiempo del centro de México (...) vamos a tomarlo con una gran tranquilidad”.
La intensidad del sismo, hoy en día se sabe, fue de 8.1 y, de acuerdo con la UNAM, destruyó una falla a 180 kilómetros bajo las costas de Michoacán y de Guerrero. Durante el minuto y medio que duró el movimiento 8 millones de personas vieron con impotencia y terror cómo una ciudad de 5 siglos de antigüedad se venía abajo sobre sus propios cimientos.
Luego del miedo vino el caos, la capital colapsó, entró en shock. Los medios de transporte (metro y vía pública) habían caído, no había red telefónica, el servicio eléctrico se detuvo, todos los hospitales estaban atiborrados de heridos, las sirenas de patrullas y ambulancias interrumpían los llantos y los gritos de la población, el sistema de agua se paralizó y estaba el riesgo latente de que una fuga de gas se convirtiera en una explosión. La angustia, el dolor, la tragedia, la carencia y la muerte asolaron a la Ciudad de México de la misma manera que devastaron a Pompeya.
Por el tipo de suelo la sensación del sismo fue diferente en distintas partes del Distrito Federal. En lugares con piedra volcánica, como la Ciudad Universitaria, solamente fue una anécdota en ese momento, en partes de suelo blando, como el Centro Histórico, bien pudo pasar la escena como el fin de los tiempos.
El Hospital General de México, fundado en 1905, resistió la Revolución Mexicana pero no el sismo del 85. La unidad de ginecobstetricia tenía a las 7:19 de la mañana a 385 adultos y a 157 recién nacidos, de los primeros 155 murieron en el acto, 26 fueron rescatados y 47 desaparecieron; de los bebés solo sobrevivieron 63. Hasta el noveno día los rescatistas sacaron a sobrevivientes de los escombros, aunque en ocasiones solo podían retirar cadáveres.
La tragedia del Centro Médico Nacional fue similar a la del Hospital General, junto a ellos estaba el Panteón Francés y más allá, el Viaducto Presidente Miguel Alemán fue la frontera que marcaba el inicio de una morgue enorme e improvisada.
De acuerdo con la UAM, el Parque del Seguro Social, un estadio de béisbol que reemplazó al viejo Parque Delta, pasó a la historia por varios juegos de equipos de la Grandes Ligas y por el mítico cuadrangular que Babe Ruth dio ahí, el cual fue el último de su carrera.
Por la cercanía del estadio a las construcciones que se vinieron abajo fue la opción natural para trasladar los cadáveres, pues eran tantos que se colocaban en la banqueta de las calles. En el Paseo de la Reforma fueron puestos en fila los cuerpos de las víctimas de Tlatelolco.
Los días siguientes el Parque del Seguro destacó a lo lejos por la luz del sol reflejada en los hielos, colocados junto a los cadáveres para evitar que la carne se deteriorara tan rápido. El estadio de béisbol fue la esperanza de los vivos de encontrar a sus familiares y evitar el dolor y la incertidumbre de una desaparición. Para los muertos, que estaban en el umbral del olvido y las frías estadísticas, fue la última oportunidad de que las lágrimas de sus seres queridos les permitieran volver a ser un nombre, un recuerdo, una vida.
En la primera semana entraron 3 mil cadáveres a la morgue de pasto y butacas, la gente caminaba con cubrebocas y pañuelos en la cara para tratar de soportar el olor a muerto, la zona fue dividida en tres partes: identificados, no identificados y restos. Cerca de la “cueva”, una mujer en un escritorio de metal golpeaba las teclas de una máquina de escribir para certificar la entrega de los cadáveres.
Pronto los jueces del Registro Civil se dieron cuenta que los muertos rebasaban su capacidad para emitir las actas de defunción, así que fue necesario capacitar a nuevo personal rápidamente y dejar de lado tecnicismos burocráticos como certificados médicos y autopsias. Una víctima, sin embargo, sí pudo recibir su partida en tiempo y forma: Rodrigo Eduardo González Samano, conocido en el mundo de la música como Rockdrigo.
En ese entonces el “Profeta del nopal” vivía en la calle de Bruselas número 8 de la colonia Juárez cuando el edificio se vino abajo por el sismo. El acta de defunción, fechada el 21 de septiembre, dice que la causa de muerte fueron hematomas y contusiones en diversas partes del cuerpo, traumatismo cráneoencefálico y paro cardiorrespiratorio debido a los golpes de los escombros de la construcción. Para la sociedad, pícara en medio de la trágica pérdida de un joven músico talentoso y en ascenso, Rockdrigo murió de un “pasón” de cemento.
Mientras tanto, más al norte y al centro, un fantasma deambulaba entre los escombros de una vecindad en el número 148 de la calle Venustiano Carranza. En medio de paredes hechas ruinas, muertos y muebles destruidos, el espectro decidió romper el silencio cuando los rescatistas estaban cerca de él.
Al fantasma le pusieron el nombre de Luis Ramón Navarrete, “Monchito”, de 9 años de edad. El niño iba a ir de viaje a Cozumel con su familia y el 18 de septiembre pernoctó en la vecindad de su abuelo. Inmediatamente las manos y la prensa fueron a la calle Venustiano Carranza en busca del desdichado infante.
Los días pasaron y la sociedad mexicana cambió su angustia por expectativa para ver la salvación de Monchito, la cual se extendió hasta octubre, como muchos otros trabajos que se destinaron solo al retiro de cadáveres. Los rescatistas desistieron el 11 de ese mes porque, aunque el niño Navarrete iba a ser el último sobreviviente rescatado entre los escombros y estaba destinado a convertirse en un símbolo de una ciudad solidaria y resiliente que lograba unirse en los tiempos de crisis, ya no había nadie ahí, al menos no vivo.
Con el paso del tiempo fue descubierto el cadáver del abuelo, pero de Monchito no hubo nada, ni un cuerpo, ni sangre, ni ropa, ni cabello, ni moscas, ni peste, como si nunca hubiera existido. El fantasma se había ido y dejó tras de sí una sociedad confundida, muchas preguntas y no tantas explicaciones.
Antes de que la Ciudad de México se ensimismara, Evangelina Corona, costurera con más de 10 años de experiencia, estaba llevando a su hija a la escuela. Luego del sismo y de poner a la niña a salvo, fue a su trabajo en la zona de talleres de costura en avenida Tlalpan y San Antonio Abad.
El camino de Evangelina fue largo debido al caos en la que estaba sumida la ciudad, al llegar vio que el edificio donde trabajaba colapsó con varias de sus compañeras dentro. Los días siguientes fueron de tristeza e incertidumbre, pues no estaba segura de su futuro laboral.
La vida de Evangelina dio un giro drástico cuando descubrió que sus empleadores estaban priorizando el rescate de los aparatos de trabajo que el de las trabajadoras. Ellos solo aparecieron en la escena para llevarse las máquinas, quienes ayudaron a las personas de entre los escombros fueron otras costureras, estudiantes y maestros.
Las costureras empezaron a organizarse y a hacer guardias para impedir que los patrones sacaran más máquinas de los escombros, con el tiempo hablaron de lo precaria que era su situación laboral. Jornadas de 10 horas o más, salario inferior al mínimo y, en ocasiones, los talleres operaban en la clandestinidad y sin ningún tipo de regulación o seguridad. Además, algunos empleadores intentaron obligar que las empleadas volvieran a su trabajo en edificios dañados y hasta con cadáveres.
“Nuestro sindicato surgió de los escombros”, dijo una vez Evangelina, cuyo grupo se reunió el 18 de octubre con el presidente Miguel de la Madrid para explicar la situación. El titular del Ejecutivo escuchó y las mandó con el secretario del Trabajo, quien intercedió por ellas.
Evangelina se volvió la lideresa del Frente Auténtico del Trabajo, sindicato independiente que agrupó a costureras y otras organizaciones laborales. Bajo su administración consiguió que a las víctimas del sismo les dieran la indemnización total, en lugar del 20% que ofreció el patrón y mejoró las condiciones de las trabajadoras del ramo textil. Corona falleció el 2 de enero del 2021, pero declaró que “a partir del terremoto aprendí lo que es el compromiso social”.
El 1 de septiembre de 1985 una nota de Yolanda Peralta Sandoval, directora y propietaria del Hotel Regis, circuló entre los trabajadores. La carta informaba, con gran orgullo, que la Secretaría de Turismo les concedió las cuatro estrellas de cinco, “agradeciendo anticipadamente su colaboración” para mantener el nivel esperado.
19 minutos después de que las bocinas del Hotel en las habitaciones dijeran a los huéspedes “Buenos días, le desea el Hotel Regis, es hora de levantarse porque son exactamente las siete de la mañana” inició el sismo y el edificio no lo resistió.
A diferencia de otros edificios, el Regis no se cayó hacia un lado, daba la impresión de hundirse sobre sí mismo, como un barco en la tempestad. Los huéspedes, la crema y nata común en uno de los alojamientos más prestigiosos de la capital, corrieron desesperados a las salidas por sus vidas.
De acuerdo con los archivos del Hotel Regis, a las 7:26 el icónico edificio de Avenida Juárez número 77 era solo una montaña de escombros sin inicio ni fin rodeada por una nube de polvo y gente tratando de escapar.
Poco después de las 8 de la mañana, mientras los huéspedes intentaban salir y la gente ya se aproximaba a ayudar a los heridos, ocurrió una explosión en los tanques de gas que convirtió a un montón de escombros en un intenso fuego que acabó con toda esperanza de salvar a los que lograron sobrevivir. Las llamas rojas llegaron hasta los 50 metros y ardieron por días, lo que no destruyó el sismo lo destruyó el incendio.
Aunque la mayoría logró escapar, 135 personas murieron en el Hotel Regis, entre huéspedes y empleados. De los primeros son recordados Rafael Hernández Piedra, político y exgobernador del estado de Durango y Margarita Mendoza López, escritora e intelectual mexicana.
El 19 de septiembre la Ciudad de México estaba de luto, adolorida, cansada y sucia de polvo y sudor, al día siguiente se unió otro sentimiento: la ansiedad. Durante el 20 hubo una serie de réplicas, la más grave de intensidad 7.5 a las 7:37 de la tarde. Ese movimiento no hizo tantos estragos en los edificios como en el estado de ánimo de los capitalinos, la gente tuvo un fuerte sentimiento de zozobra y angustia que la empujó a dormir en la calle.
Así como en el Regis, en todos los edificios que colapsaron, alrededor de 180, hubo muestras de apoyo por parte de la ciudadanía en todo lo que pudiera, a pesar del dolor y de la inquietud. No podía ser de otra manera, el gobierno se mostró anquilosado e inepto, Miguel de la Madrid reconoció que el Plan DN-III no estaba preparado para los destrozos de una urbe tan grande y que el sismo “rebasó la capacidad institucional para hacerle frente”.
Una ciudad murió el 19 de septiembre de 1985 en una lluvia de polvo, vidrios y muros, pero una ciudad renació en una montaña de solidaridad y fraternidad. Edificios emblemáticos cayeron pero conciencias florecieron, íconos fallecieron pero movimientos nacieron, autoridades fracasaron pero un pueblo triunfó con aprendizaje y un recuerdo lamentable y doloroso pero intenso de lo que es capaz de hacer cuando se une, la prueba ocurrió 32 años después.
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