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Fecha de publicación: 31 de Julio de 2025 a las 05:55:00 hs

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Medio: TN

Categoría: INTERNACIONAL

Luchaban con tiburones esperando el rescate: el infierno en el mar de los náufragos del USS Indianápolis

Portada

Descripción: Hace 80 años mientras navegaba por el Mar de Filipinas el Uss Indianapolis, que volvía de dejar la bomba atómica, fue hundido por un submarino japonés. La trágica historia del peor naufragio en la historia de la marina norteamericana

Contenido: El barco se hundió en doce minutos. 315 hombres quedaron dentro, terminaron en las profundidades del océano con él. Los 890 restantes trataban de mantenerse con vida en medio del mar oscuro. Algunos nadaron durante horas, habían empezado a hacerlo para alejarse de la succión de la nave y luego siguieron y siguieron sin saber por qué ni hacia dónde. Los náufragos tenían confianza. Estaban bien preparados y conocían que la marina norteamericana había desarrollado un sistema muy eficaz de rescate. Se suponía que demorarían un par de horas, no mucho más. Sin embargo, los hombres del USS Indianapolis debieron esperar cinco días hasta que llegara la ayuda. Durante esos días debieron enfrentar tiburones, el sol, el hambre, la sed, la contaminación producida por el agua, las alucinaciones, las peleas entre ellos. Un infierno de agua salada al que pocos sobrevivieron.

Recién empezaba el 30 de julio de 1945 y la Segunda Guerra Mundial estaba terminando.

Habían pasado diez minutos de la medianoche. El USS Indianapolis, un crucero de guerra imponente atravesaba el Mar de Filipinas. Venía de una misión riesgosa y ultra secreta, el frenesí y la tensión del viaje de ida había quedado atrás. La tripulación estaba relajada, el ritmo de navegación, sereno. Volvían a casa.

El cambio de guardia se produjo sin mayores novedades. Algunos se acomodaban en sus puestos de trabajo, otros se disponían a dormir.

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Hasta que el barco cimbreó. Una detonación, un sismo súbito. Gritos, humo, explosiones, corridas. Los que descansaban intentaban vestirse. Enseguida, otra explosión. Más fuerte que la anterior. La nave se convirtió en una coctelera fuera de control. No había que ser un experto para darse cuenta de que los daños eran severos. Sin embargo, los oficiales a cargo confiaron, en esos instantes iniciales, en poder minimizar la situación. Unos meses antes habían logrado sobrevivir a un ataque kamikaze.

Esta vez era diferente.

El comandante ordenó sellar varias escotillas. Detrás quedaron decenas de marineros condenados a la muerte, la única manera de mantener la esperanza de salvar a los demás. No alcanzó, la situación era grave, demasiados daños. Había fuego por todas partes.

No hubo tiempo ni manera de sacar todos los botes salvavidas, unos pocos fueron lanzados al agua. Lo mismo con los chalecos inflables, los que pudieron tomaron uno. Los otros se lanzaron al agua escapando del desastre o tratando de apagar las llamas que los habían alcanzado.

El USS Indianapolis era un crucero pesado, enorme, de casi 190 metros de largo. Fue botado en 1931 y había recorrido la mayoría de los mares del mundo. Se convirtió en el buque presidencial. A bordo de él, Franklin Roosevelt había llegado a Buenos Aires a fines de 1936. Casi como confirmando su buena estrella, el barco se salvó por unas pocas horas del ataque a Pearl Harbor. Luego participó activamente en la Segunda Guerra. En esos años su zona de combate fue el Pacífico.

El 31 de marzo de 1945, en un ataque kamikaze, un avión japonés se estrelló contra la cubierta del barco. El saldo: un incendio, 9 tripulantes muertos y un gran agujero. Regresó a California para ser reparado. Allí estuvo un tiempo hasta que le avisaron al comandante que preparara a sus hombres para zarpar.

Mientras se alistaban, la tripulación del USS Indianapolis vio llegar a varios altos oficiales y a soldados fuertemente armados. Introdujeron en una bodega especial un cargamento misterioso. Los testigos dijeron que parecían dos heladeras de playa pero blindadas. Cuando Charles Butler McVay III, el comandante, pidió explicaciones e información a sus superiores. Sólo le transmitieron una serie de normas inviolables: el viaje debía realizarse a toda velocidad, nadie podía acercarse al cargamento, en caso de desastre o naufragio la carga tenía prioridad sobre los hombres, y en la puerta de la bodega debía haber siempre dos hombres armados como custodia.

El destino era la isla de Tinian. La misión era súper secreta. Y pareciera que le fue asignada porque era el barco de mayor porte que estaba más cerca de Álamo Gordo.

El Indianapolis había sido bien reparado. Llegó en tiempo récord a Tinian con su carga misteriosa. Poco tiempo después se sabría que el USS Indianapolis transportó el material fisionable de las bombas atómicas que poco después serían arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Uranio y otros componentes que viajaban sin que los marinos conocieran su capacidad letal.

Cumplido el objetivo sin sobresaltos, el barco tenía unos días para llegar a su nuevo destino, ya con un ritmo sosegado. Debía arribar al Golfo de Leyte, en Filipinas, para, junto a otros miembros de la flota aliada, mantenerse alerta por un posible ataque a tierras japonesas o para ser bloquear la isla.

Desde la comandancia les informaron que eran aguas seguras, que desde hacía varias jornadas no había actividad japonesa en la zona. El apuro del viaje inicial había quedado atrás. Navegaban a velocidad crucero sin la compañía de los acorazados a pesar del pedido realizado por McVay.

Todo cambió la madrugada del 30 de julio de 1945. El submarino japonés I-58 bajo el mando de Mochitsura Hashimoto divisó el Indianapolis. Hashimoto ordenó un ataque con seis torpedos lanzados en racimo. El impacto de dos de ellos fue suficiente para el colapso del barco. En pocos minutos estaba en el fondo del mar junto a más de trescientos de sus hombres. Y casi 900 quedaron dispersos en el Mar de Filipinas.

Apenas amaneció, con las primeras luces, los sobrevivientes trataron de agruparse y de hacer un recuento de cuántos eran. Enseguida se dieron cuenta de que era una tarea imposible. A pesar de eso todavía mantenían intactas las esperanzas de un pronto rescate. La sed y el hambre aún no habían aparecido con su ferocidad. La salida del sol fue recibida como una bendición. Un poco de calor luego de horas en el agua helada. Eso duró sólo un rato. Los rayos empezaron a quemarlos. Era como si su cabeza estuviera en medio de un espejo que hacía rebotar los rayos contra sus ojos. Algunos llegaron a cubrírselos con paños. Quienes no lo hicieron sufrieron daños irreparables en su vista.

El agua estaba negra. El derrame de combustible hizo vomitar a varios aunque quienes estaban cubiertos por la sustancia negra y aceitosa al menos estaban más protegidos de los rayos solares. Cuando oscureció, que el sol desapareciera produjo alivio. Pero también eso duró muy poco. Otra vez el frío. Y así se estableció un ciclo donde los hombres en el agua siempre deseaban que fuera otro momento del día distinto del que transcurría.

Lo peor ocurrió durante la segunda mañana. Atraídos por el movimiento humano, por ese inesperado cargamento alimenticio, los tiburones comenzaron a rondar a los cientos de hombres. Los náufragos se juntaron, formaron cuadros como los de los ejércitos de la antigüedad para protegerse y para hacerles creer a las fieras que no eran presas fáciles. Una vana ilusión. Los atacaban tiburones tigres y tiburones punta blanca. Algunos probaban con aullidos y pataleos para alejarlos. Esos gestos podrían interpretarse de diferente modo: podrían ser una técnica de defensa o una desembozada muestra del natural terror.

“La idea era que cuando el tiburón se acercara los hombres empezaran a chillar y chapotear con todas sus fuerzas y a veces el tiburón se iba, pero otras veces no. Se quedaba mirándote fijamente, a los ojos. Con esos ojos negros, sin vida, como si fueran los de una muñeca. Se lanza a por ti y ni siquiera parece estar vivo hasta que te muerde y esos ojos negros giran hasta ponerse blancos y entonces ya sólo se escucha un grito espantoso, el agua se vuelve de color rojo y a pesar del pataleo y el griterío esas bestias vuelven y te van despedazando. Luego me enteré de que esa primera noche perdimos cien hombres”, dice Quint, el personaje interpretado por Robert Shaw en Tiburón en su célebre monólogo. Una noche los tres protagonistas masculinos de la película de Spielberg (aunque el personaje principal sea el escualo) hablan en la embarcación. Pelean por quién tiene la herida más grande (gana la discusión Richard Dreyfuss cuando se abre la camisa y muestra el pecho mencionando a una mujer: “Me rompió el corazón”, sentencia). Las risas se acaban cuando le preguntan a Quint por su tatuaje y cuenta la historia del USS Indianapolis.

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Es imposible saber cuántos de esos marinos fueron víctimas de los tiburones. Cómo tampoco conocemos cuántos sobrevivían cuando ellos aparecieron. Ni siquiera podemos conocer el número de los que llegaron con vida al agua tras los dos torpedos japoneses.

Woody James, uno de los sobrevivientes, contó hace pocos años: “Todo estaba tranquilo hasta que escuchabas un grito, un aullido: otro tiburón había atacado”.

Los hombres veían las aletas acercarse y nada podían hacer. A veces pasando por debajo del agua, los escualos los chocaban y seguían rumbo a un cuerpo que despedía sangre. Esa mañana el agua también cambió de color. Se había teñido de rojo.

Otro fragmento del monólogo de Quint: “El jueves por la mañana me tropecé con un amigo mío, un tal Robinson de Cleveland, jugador de béisbol, bastante bueno. Creí que dormía. Me acerqué para despertarlo. Se balanceaba de un lado a otro. De pronto, volcó. Vi que había sido devorado de cintura para abajo”.

Después fue el tiempo de la sed, el hambre y la desesperación. Hombres que pese a la advertencia tomaban el agua salada del mar. Las alucinaciones hacían que algunos creyeran que el de al lado, el compañero que lo sostenía, era un japonés. Los ataques entre los náufragos se reprodujeron. Muchos habían perdido la razón.

El 2 de agosto en un vuelo de rutina, Chuck Gwinn, a bordo de un hidroavión, avistó algo raro en el agua. Luego de unos minutos se dio cuenta de que eran hombres. Lo primero que pensó fue que se trataba de japoneses. Era lo que a esa altura el curso de la guerra hacía sospechar. Cuando se acercó vio que eran compatriotas suyos. Dio aviso y luego de pensarlo mucho amerizó. Asistió a los que pudo. En las horas siguientes llegaron varias embarcaciones para recoger a los que quedaban. Del agua sólo salieron con vida 317 de los 1196 tripulantes que zarparon. Dos de ellos murieron a las pocas horas.

La noticia pasó casi desapercibida en la prensa norteamericana. No era momento para malas noticias. El dominio definitivo sobre Japón se llevaba la mayoría de los titulares. Sin embargo pocos meses después, el comandante McVay fue llevado ante una corte marcial. Lo acusaron de no dar la voz de abandono del barco y de no ultimar los cuidados para no ser hundidos; específicamente se le endilgó no navegar en zig zag.

La armada norteamericana sufrió más de 300 naufragios durante la Segunda Guerra Mundial sin embargo el único comandante juzgado fue el del USS Indianapolis. Fue encontrado culpable por no navegar en zig zag pese a que uno de los testigos fue el mismísimo Hashimoto, comandante del submarino enemigo que lo hundió, quien declaró que ni de esa manera el barco se hubiera salvado. Las preguntas que planteó McVay y no fueron respondidas en la Corte: por qué sus superiores le negaron la escolta de otros dos barcos, por qué nadie se percató de la ausencia de nave, por qué el rescate demoró cinco días. McVay fue degradado aunque en una apelación posterior el fallo fue revocado.

En 2017, una misión financiada por Paul Allen, uno de los fundadores de Microsoft, pudo dar con el paradero del USS Indianapolis. A casi seis mil metros de profundidad fue encontrado cerca de la costa de Filipinas.

McVay sobrevivió al hundimiento de su barco y a la muerte de 900 hombres; pero no pudo resistir la muerte de una sola mujer, la suya. Luego de que un cáncer se llevara a su esposa, el comandante se pegó un tiro en la cabeza en el jardín de su casa. Fue en 1968. Tenía 70 años y un largo historial depresivo detrás. No dejó ninguna carta explicando su decisión. Lo encontraron tirado en el césped. En su mano derecha el arma que disparó; en la izquierda, apretado por su puño cerrado, un soldadito de juguete.

A ochenta años del hundimiento, de los 315 que lograron sobrevivir, sólo queda uno: Harold John Bray. Tiene 98 años. Dos años atrás le informaron que del I-58, el submarino japonés que les disparó, también sólo quedaba con vida uno solo: Kunshiro Kiyozumi, el más joven de los tripulantes.

Bray le envió una carta a su viejo enemigo: “26 de mayo de 2023. Estimado Sr. Kiyomizu: Me llamo Harold Bray y soy el último sobreviviente del USS Indianapolis. Me contaron que usted es el último del submarino I-58. Quisiera extenderle mi mano de amistad y decirle que no hay ningún enojo ni con usted ni con su país. Los dos peleamos por nuestro país y ahora la guerra ha terminado. Este es un tiempo para sanar. No hay ganadores en una guerra. De ambos bandos se pierden muchos compañeros, familiares, amigos. Quiero agradecerle porque su comandante Hashimoto declaró en favor del mío, del Comandante McVay, diciendo que la corte marcial era injusta. Trabajemos juntos para hacer un mundo mejor. Un afectuoso saludo”.



A los pocos días llegó la respuesta de Kiyomizu: “Estimado Sr. Harold Bray. Muchas gracias por su amable carta. Me sorprendió saber que usted era el último sobreviviente del Indianapolis. Me reconfortó verlo vital y saludable. Tengo 96 años. Tenía 16 ese 30 de julio del 45. A pesar de que la guerra es un hecho infausto me alegra que ahora vivamos de una manera pacífica. Trabajemos por un mundo mejor. Recordemos a nuestros camaradas caídos. Le mando un gran abrazo”.

Pasaron 80 años. Sólo quedan vivos estos dos viejos guerreros que se acercan a su centenario y que ahora estrechan su mano.

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